La oferta educativa avanza por caminos que permiten a nuestros jóvenes hacerse con profesiones poco tradicionales. Las familias y las instituciones educativas deben permitir y aupar este proceso por el bien de nuestros jóvenes y del país.
Por: Catherine Piña
Estudié por 14 años en un colegio solo para niñas en una época en que eso implicaba recibir clases co-curriculares de costura, teatro y canto y tuve poco acceso – o ninguno- a clases avanzadas o aplicadas de matemáticas, biología o física. De niña jugué muñecas, bailé ballet, y pinté mientras mis primos armaban figuras de Lego espectaculares. Sin reflexionar mucho sobre ello, crecí pensando que había carreras de mujeres y carreras de hombres y que los ambientes laborales los favorecían más a ellos que a nosotras.
Cuando iba a elegir carrera universitaria, tome un test de orientación vocacional para tener una idea de que profesiones se ajustaban más a mis talentos. El resultado fue una lista de unas 20 opciones colocadas en orden de recomendación. Recuerdo como hoy que la primera carrera que aparecía era “Psicología”, seguida por “Dirección de Orquesta” e “Ingeniería de Minas”.
Me resultó confusa la mezcla de carreras tan disímiles y sentí que el test fallaba en definir quién yo era y a qué debía dedicarme. Lo normal entonces era que uno fuese esto o aquello y yo había estado esperando resultados que se decantaran por una línea: o todo enfocado en ingenierías, o todo en ciencias sociales, o todo en ciencias de la salud, etc.
A pesar de los estereotipos, prejuicios y paradigmas que traía, no sé si por rebeldía, por fe o por ingenuidad, decidí transitar por un camino en el que intuía que ser mujer no me representaba ventaja; elegí como carrera la Ingeniería Industrial, inspirada no por lo que creía que era, sino por lo que quería ser. Creo que me animó la idea de ponerle a la ingeniería rostro de mujer y de sumarme a la labor de industrializar nuestro país.
Han transcurrido 30 años desde aquella decisión tan trascendental para mi vida y puedo decir que me siento orgullosa de ser ingeniera. También reconozco que fueron acertadas las demás características que señalaba mi test vocacional y por las que me recomendó ser psicóloga o directora de orquesta. Lo que hago ahora todos los días, definitivamente, se parece mucho a dirigir una gran orquesta repleta de músicos, cada uno con su instrumento, o a identificar formas de incidir en la conducta humana, en especial para producir cambios económicos y sociales.
Estoy en el momento de mi vida donde me toca acompañar y respaldar a mis hijos en sus elecciones profesionales. Mi hija Anna estudia neurociencias y artes, mi hijo Miguelo es atleta, masajista deportivo y está haciendo su internado de medicina. Aún falta José en casa por elegir carrera, pero ya menciona con igual interés ser psicólogo como producir videojuegos. Esa es, por suerte, la realidad del mundo actual: jóvenes que pueden darse el lujo de soñar, no con ser esto o aquello, sino, esto y aquello, sin miedo a parecer confundidos, sino haciendo de esas mezclas únicas de intereses y talentos su carrera. Y con ello su contribución al mundo y a la economía.
Es el momento de apoyar a nuestros jóvenes, de promover que, como país, tengamos una oferta de educación y formación tan diversa como sea posible y que hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para que ellos puedan combinar todos sus talentos al elegir carrera. Es decir, que puedan desarrollar todo su potencial.
Este llamado es para cada padre y madre que ve con reticencia las carreras que en su juventud no existían; al mismo tiempo, para las universidades y centros de formación a que se arriesguen a crear nichos actuales que pueden ser amplios mercados en el futuro, y para los colegios, los cuales deben fomentar aquello que a nuestros jóvenes les apasiona